lunes, 8 de junio de 2015

Crónica 591

El respeto de las reglas
Me tomo la libertad de adaptar esta enseñanza del Dr. Mario A. Rosen.
En mi casa me enseñaron bien. En mi niñez me hacían honrar dos reglas sagradas:
Regla N° 1: En esta casa las reglas no se discuten.
Regla N° 2: En esta casa se debe respetar a papá y mamá.
Y esta regla se cumplía en ese estricto orden. Una exigencia de mamá, que nadie discutía... ni siquiera papá. Astuta la vieja, porque nos mantenía a raya con una simple amenaza: "Ya van a ver cuando llegue su papá". Porque las mamás estaban en su casa. Porque todos los papás salían a trabajar... Porque había trabajo para todos los papás y todos los papás volvían a su casa. El respeto por la autoridad de papá era razón suficiente para cumplir las reglas.
Usted probablemente dirá que desde chiquito era un sometido, un cobarde conformista, pero acépteme esto: era bueno saber que uno tenía reglas que respetar. Las reglas me contenían, ordenaban y protegían. Me contenían al darme un horizonte para que mi mirada no se perdiera en la nada, me protegían porque podía apoyarme en ellas dado que eran sólidas... Y me ordenaban porque es bueno saber a qué atenerse. De lo contrario, uno tiene la sensación de abismo, abandono y ausencia.
Las reglas a cumplir eran fáciles, claras, memorables y tan reales y consistentes como era "lavarse las manos antes de sentarse a la mesa" o "escuchar cuando los mayores hablan".
Había otro detalle, las mismas personas que me imponían las reglas las cumplían a rajatabla y se encargaban de que todos los de la casa las cumplieran. No había diferencias.  Éramos todos iguales ante la Sagrada Ley Casera.
Sin embargo, muchas veces desafié "las reglas" mediante el sano y excitante proceso de la "travesura" que me permitía acercarme al borde del universo familiar y conocer exactamente los límites. Siempre era descubierto, denunciado y castigado apropiadamente… La travesura y el castigo pertenecían a un mismo sabio proceso que me permitía mantener intacta mi salud mental. No había culpables sin castigo y no había castigo sin culpables. Uno así vive en un mundo predecible.
El castigo era una salida terapéutica y elegante para todos, pues alejaba el rencor y trasquilaba los privilegios. Por lo tanto las travesuras no eran acumulativas. Tampoco existía el dos por uno. A tal travesura tal castigo. Nunca me amenazaron con algo que no estuvieran dispuestos y preparados a cumplir.
Así fue en mi casa. Y así se suponía que era más allá de la esquina de mi casa. Pero no… Me enseñaron bien, pero estaba todo mal. Lenta y dolorosamente comprobé que más allá de la esquina de mi casa había "travesuras" sin "castigo" y una enorme cantidad de "reglas" que no se cumplían, porque el que las cumple es simplemente un estúpido.
El mundo al cual me arrojaron sin anestesia estaba patas para arriba.
Conocí algo que, desde mi ingenuidad adulta nunca pude digerir, pero siempre me tengo que tragar: "la impunidad". En mi casa no había impunidad. En mi casa había justicia, justicia simple, clara, e inmediata. Pero también había piedad. Justicia, porque "el que las hace las paga". Piedad, porque uno cumplía la condena estipulada y era dispensado, su dignidad quedaba intacta y en pie. Al rincón, por tanto tiempo y listo... ni un minuto más, ni un minuto menos. Por otra parte, uno tenía la convicción de que sería atrapado tarde o temprano, así que había que pensar muy bien antes de hacer la pilatuna. Las reglas eran claras. Los castigos eran claros.
Y así creí que sería en la vida… Pero me equivoqué. Hoy debo reconocer que en mi casa de la infancia había algo que hacía la diferencia y hacía que todo funcionara. En mi casa había una "Tercera Regla" no escrita y como todas las reglas no escritas, tenía la fuerza de un precepto sagrado. 
Esta fue la regla de oro que presidía el comportamiento de mi casa:
Regla N° 3: No sea insolente. Si rompió la regla, acéptelo, hágase responsable y haga lo que necesita ser hecho para poner las cosas en su lugar. Ésta es la regla que fue demolida en la sociedad en la que vivo. Eso es lo que nos arruinó. La insolencia.
Usted puede romper una regla —es su riesgo— pero si alguien le llama la atención o es atrapado, no sea arrogante e insolente, tenga el coraje de aceptarlo y hacerse responsable. Pisar el césped, cruzar por la mitad de la cuadra, pasar semáforos en rojo, tirar papeles al piso, todas son fechorías que se pueden enmendar, a no ser que uno viva en una sociedad plagada de insolentes. La insolencia de romper la regla, sentirse un vivo, e insultar, ultrajar y denigrar al que responsablemente intenta advertirle o hacerla respetar; así no hay remedio.
El mal de los Colombianos es la insolencia. La insolencia está compuesta de petulancia, descaro y desvergüenza.
La insolencia hace un culto de cuatro principios:
- Pretender saberlo todo
- Tener razón hasta morir
- No escuchar
- Tú me importas sólo si me sirves.
La insolencia en mi país admite que la gente se muera de hambre y que los niños no tengan salud ni educación. Porque a la insolencia no le importa, es pequeña, ignorante y arrogante.
Bueno, así están las cosas. Me olvidaba, ¿Las reglas sagradas de mi casa serían las mismas que en la suya? Qué interesante. Demasiada gente me dice que ésas eran también las reglas en sus casas. Tanta gente me lo  ha confirmado que llegué a la conclusión que somos una inmensa mayoría. Y entonces me pregunto, si somos tantos, ¿por qué nos acostumbramos tan fácilmente a los atropellos de los insolentes?
Lo voy a contestar: porque es más cómodo y uno se acostumbra a cualquier cosa, para no tener que hacerse responsable. Porque hacerse responsable es tomar un compromiso y comprometerse es aceptar el riesgo de ser rechazado, o criticado. Además, aunque somos una inmensa mayoría, no sirve para nada, ellos son pocos pero muy bien organizados. Sin embargo, yo quiero saber cuántos somos los que estamos dispuestos a respetar estas reglas.
Les propongo que hagamos algo para identificarnos entre nosotros.
No tire papeles en la calle. Si ve un papel tirado, recójalo y tírelo en un tacho de basura. Si no hay un tacho de basura, llévelo con usted hasta que lo encuentre. Si ve a alguien tirando un papel en la calle, simplemente levántelo usted y cumpla con la regla 1. No va a pasar mucho tiempo en que seamos varios para levantar un mismo papel.
Si es peatón, cruce por donde corresponde y respete los semáforos aunque no pase ningún vehículo, quédese parado y respete la regla. Si es automovilista, respete los semáforos y los derechos del peatón. Si saca a pasear a su perro, recoja los desperdicios. Todo esto parece muy tonto, pero no lo crea, es el único modo de comenzar a desprendernos de nuestra proverbial insolencia.
Creo que la insolencia colectiva tiene un solo antídoto, la responsabilidad individual. Creo que la grandeza de una nación comienza por aprender a mantenerla limpia y ordenada.
Si todos somos capaces de hacer esto, seremos capaces de hacer cualquier cosa.
Porque hay que aprender a hacerlo todos los días. Ése es el desafío.
Los insolentes tienen éxito porque son insolentes todos los días, todo el tiempo. Nuestro país está condenado: O aprende a cargar con la disciplina o cargará siempre con el arrepentimiento.
El Rincón de Dios
“Es Jesús la belleza que tanto les atrae; es Él quien les provoca con esa sed de radicalidad que no les permite dejarse llevar del conformismo; es Él quien les empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien les lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en ustedes el deseo de hacer de su vida algo grande” (S.S. Francisco, Mensaje para la Jornada Mundial de la Juventud 2015).

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